“La igual dignidad de las personas exige que se llegue a una situación de vida más humana y más justa. Pues las excesivas desigualdades económicas y sociales entre los miembros o los pueblos de una única familia humana resultan escandalosas y se oponen a la justicia social, a la equidad, a la dignidad de la persona humana y también a la paz social e internacional” (Const. Gaudium et spes, n. 29).
La promoción de la justicia social tiene como base necesaria la dignidad trascendente del hombre. Toda la sociedad está ordenada al bien de la persona humana. La defensa y la promoción de la dignidad humana “nos han sido confiadas por el Creador, y de las que son rigurosa y responsablemente deudores los hombres y mujeres en cada coyuntura de la historia” (S. JUAN PABLO II. Enc. Sollicitudo rei socialis, n. 47).
La persona humana nunca es un simple medio para los demás, sino que tiene una dignidad y una relevancia propias. El Concilio Vaticano II enuncia el siguiente principio: “Que cada uno, sin ninguna excepción, debe considerar al prójimo como «otro yo», cuidando, en primer lugar, de su vida y de los medios necesarios para vivirla dignamente” (Const. Gaudium et spes, n. 27).
Para lograr esto no bastan las leyes humanas, por mucha perfección que tengan, sino que se requiere una disposición personal de apertura, de solidaridad con el prójimo. El egoísmo, la soberbia, la avaricia, los recelos sólo se disipan con la caridad, que hace considerar a los demás como hermanos. Este deber de servicio efectivo a los demás se hace más urgente cuanta mayor sea la necesidad a que el otro está sometido. Cristo se coloca en el lugar de los más necesitados: “Cuanto hicisteis a uno de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis” (Mateo 25, 40).
El amor al prójimo no reconoce fronteras. “Este mismo deber se extiende a los que piensan y actúan diversamente de nosotros. La enseñanza de Cristo exige incluso el perdón de las ofensas. Extiende el mandamiento del amor que es el de la nueva ley a todos los enemigos (cf. Mateo 5, 43-44). La liberación en el espíritu del Evangelio es incompatible con el odio al enemigo en cuanto persona, pero no con el odio al mal que hace en cuanto enemigo” (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1933).
Existe una radical igualdad entre todos los hombres, creados a imagen de Dios, con un alma racional e inmortal, con una misma naturaleza y origen, redimidos por Jesucristo, llamados a participar en la eterna bienaventuranza. “Hay que superar y eliminar, como contraria al plan de Dios, toda forma de discriminación en los derechos fundamentales de la persona, ya sea social o cultural, por motivos de sexo, raza, color, condición social, raza o religión” (Const. Gaudium et spes, n. 29). Cuando el hombre nace, y de ahí en adelante, necesita siempre de la ayuda de los demás, para desarrollar su vida corporal y espiritual.
A la vez es preciso señalar que existen desigualdades evidentes entre los hombres, en edad, capacidad física, aptitudes intelectuales o morales, circunstancias de fortuna. Como señala la parábola de los talentos, éstos no están distribuidos por igual. “Estas diferencias pertenecen al plan de Dios, que quiere que cada uno reciba de otro aquello que necesita, y que quienes disponen de «talentos» particulares comuniquen sus beneficios a los que los necesiten. Las diferencias alientan y con frecuencia obligan a las personas a la magnanimidad, a la benevolencia y a la comunicación. Incitan a las culturas a enriquecerse unas a otras” (Catecismo…, n. 1937).
Sin embargo no todas las diferencias son aceptables. “Existen desigualdades escandalosas que afectan a millones de hombres y mujeres. Están en abierta contradicción con el Evangelio” (Ibidem, n. 1938). “La igual dignidad de las personas exige que se llegue a una situación de vida más humana y más justa. Pues las excesivas desigualdades económicas y sociales entre los miembros o los pueblos de una única familia humana resultan escandalosas y se oponen a la justicia social, a la equidad, a la dignidad de la persona humana y también a la paz social e internacional” (Const. Gaudium et spes, n. 29).
La solidaridad, que también puede llamarse amistad o caridad social, se apoya en la igualdad que hay entre todos los hombres, y se ejercita con motivo de las diferencias. Se manifiesta en la distribución de los bienes materiales, en la remuneración del trabajo, en la solución negociada de los conflictos. “La virtud de la solidaridad va más allá de los bienes materiales. Difundiendo los bienes espirituales de la fe, la Iglesia ha favorecido a la vez el desarrollo de los bienes temporales, al cual con frecuencia ha abierto vías nuevas. Así se han verificado las palabras del Señor: «Buscad primero su Reino y su justicia, y todas esas cosas se os darán por añadidura»” (Catecismo…, n. 1942).
Rafael María de Balbín (rbalbin19@gmail.com)