No hay un destino ciego al que los hombres estemos necesariamente sujetos: cada uno es consciente de la dirección que libremente imprime él mismo a su propia vida. Tampoco estamos sometidos a una lotería, a un juego de azar, que en el fondo sería lo mismo que un destino ciego.
Advertimos no sólo el influjo de nuestra propia inteligencia y libertad, sino la sabiduría y el amor de Dios que ejercen su influjo sobre la totalidad de los seres, como Él mismo nos ha revelado: “Porque tú has creado todas las cosas: por tu voluntad lo que no existía fue creado” (Apocalipsis 4, 11); “¡Cuán numerosas son tus obras, Señor! Todas las has hecho con sabiduría” (Salmo 104, 4).
Necesariamente nos preguntamos, con asombro, por el origen del universo. Lo más sorprendente de las cosas no es que sean tales o cuales, que posean unas u otras características, sino simplemente que sean, que existan. La fe cristiana nos enseña que el mundo ha sido creado de la nada. ¿Y qué es la nada? Es tan poca cosa que no existe: la nada no es nada. Cuando decimos que Dios crea de la nada, es un modo de expresar la completa novedad de los seres creados. “Creemos que Dios no necesita nada preexistente ni ninguna ayuda para crear (…). La creación tampoco es una emanación necesaria de la substancia divina (…). Dios crea libremente «de la nada»” (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 296).
Nosotros los hombres no somos capaces de crear, en sentido propio, ni tampoco los ángeles. Necesitamos una materia de la que partir, de unos instrumentos para operar. Podemos transformar la naturaleza, pero no darle la originalidad de su ser. La madre de los Macabeos alentaba la esperanza de sus hijos, en el martirio, con estas palabras: “Yo no sé cómo aparecisteis en mis entrañas, ni fui yo quien os regaló el espíritu y la vida, ni tampoco organicé yo los elementos de cada uno. Pues así el Creador del mundo, el que modeló al hombre en su nacimiento y proyectó el origen de todas las cosas, os devolverá el espíritu y la vida con misericordia, porque ahora no miráis por vosotros mismos a causa de sus leyes (…). Te ruego, hijo, que mires al cielo y a la tierra y, al ver todo lo que hay en ellos, sepas que a partir de la nada lo hizo Dios y que también el género humano ha llegado así a la existencia” (2 Macabeos 7, 22-23. 28).
Dios crea de la nada: puede dar a los pecadores un corazón puro, la luz de la fe a los que la ignoran, la vida del cuerpo a los difuntos mediante la Resurrección (cf. Catecismo…, n. 298). Dios ha ordenado su creación con sabiduría, y la ha orientado hacia el hombre, imagen suya. El mundo creado participa de la bondad divina. En el Génesis se dice: “Y vio Dios que era bueno… muy bueno” (Génesis 1, 4. 10. 12. 18. 21. 31). También las realidades materiales son buenas, aunque sean inferiores a las espirituales. El Creador trasciende todas sus obras: “Su majestad es más alta que los cielos” (Salmo 8, 2); y a la vez está íntimamente presente en ellas: “En Él vivimos, nos movemos y existimos” (Hechos de los Apóstoles 17, 28).
El mundo creado no está nunca dejado de la mano de Dios, aunque a veces pareciera que tratamos de zafarnos de ella. Él nos presta el ser y el obrar, todo lo que valemos y podemos. Su amor paterno nos cuida: “Amas a todos los seres y nada de lo que hiciste aborreces, pues, si algo odiases, no lo hubieras creado. Y ¿cómo podría subsistir cosa que no hubieses querido? ¿Cómo se conservaría si no lo hubieses llamado? Mas tú todo lo perdonas porque todo es tuyo, Señor que amas la vida” (Sabiduría 11, 24-26).
Rafael María de Balbín (rbalbin19@gmail.com)