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Acerca de Rafael María de Balbin

Rafael María de Balbín Behrmann es Sacerdote, Doctor en Filosofía por la Universidad Lateranense de Roma y Doctor en Derecho por la Universidad de Navarra. Ha dictado conferencias y cursos sobre temas de Filosofía, Teología y Derecho y ha escrito numerosos artículos en la prensa diaria de Venezuela. Ha sido Capellán del Liceo Los Robles (Maracaibo), de La Universidad del Zulia (Maracaibo) y de la Universidad Monteávila (Caracas) y Asesor del Concilio Plenario de Venezuela. Así como Director del Centro de Altos Estudios de la Universidad Monteávila.

TRADICIÓN Y TRADICIONES

No es lo mismo la una que las otras. La gran Tradición (con mayúscula) es la que procede de los doce Apóstoles de Jesucristo y transmite desde entonces lo que el Espíritu Santo les hizo aprender de la vida y las enseñanzas de Jesús.

La primera generación de cristianos no tenía todavía la enseñanza escrita del Nuevo Testamento: sólo tenía la Tradición. Otra cosa son las tradiciones teológicas, disciplinares, de liturgia o de devoción, que han florecido en todas las épocas entre el pueblo cristiano. Aunque hayan nacido de la fe y la vida de los cristianos no constituyen por sí mismas una fuente de la Revelación divina, como en cambio sí que lo es la Tradición apostólica (cf. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 83).

            Habiéndose revelado Dios a los hombres, quiso que las luces de esta Revelación pudieran llegar a todas las generaciones, sin merma ni adulteración. La transmisión del Evangelio comenzó por hacerse oralmente, y después también por escrito: “los Apóstoles, con su predicación, sus ejemplos, sus instituciones, transmitieron de palabra lo que habían aprendido de las obras y palabras de Cristo y lo que el Espíritu Santo les enseñó”; “los mismos Apóstoles y otros de su generación pusieron por escrito el mensaje de la salvación inspirados por el Espíritu Santo” (Conc. VATICANO II, Const. Dei Verbum, n. 7).

            La predicación de los Apóstoles de Cristo es continuada mediante la sucesión apostólica, ya que los ellos nombraron como sucesores suyos a los obispos, “dejándoles su cargo en el magisterio” (Ibidem); “la predicación apostólica, expresada de un modo especial en los libros sagrados, se ha de conservar por transmisión continua hasta el fin de los tiempos” (Ibidem, n. 8).

            La Tradición es distinta de la Sagrada Escritura, aunque forma una unidad con ella. La Iglesia la conserva y la transmite a todas las edades, a través de su vida y enseñanza; asistida por el Espíritu Santo, “por quien la voz viva del Evangelio resuena en la Iglesia, y por ella en el mundo entero” (Ibidem). La Tradición y la Sagrada Escritura son distintas, pero inseparables: “están íntimamente unidas y compenetradas. Porque surgiendo ambas de la misma fuente, se funden en cierto modo y tienden a un mismo fin” (Ibidem, n. 9). A través de ellas Cristo acompaña y ayuda a los suyos.

            En la Revelación divina tiene gran relevancia el texto bíblico: “La Sagrada Escritura es la palabra de Dios, en cuanto escrita por inspiración del Espíritu Santo” (Ibidem). Pero la Revelación divina no se manifiesta solamente en la Biblia, sino también en la Tradición; hasta tal punto que la inspiración divina de aquella y el catálogo de sus libros los conocemos gracias a la Tradición. Quienes no admiten la Tradición, deberían en buena lógica renunciar a creer en la Biblia y en sus enseñanzas. “La Tradición recibe la palabra de Dios, encomendada por Cristo y el Espíritu Santo a los apóstoles, y la transmite íntegra a los sucesores; para que ellos, iluminados por el Espíritu de la verdad, la conserven, la expongan y la difundan fielmente en su predicación” (Ibidem).

            El arte cristiano, los textos litúrgicos, los cánones de los Concilios y el testimonio de los Padres de la Iglesia nos han transmitido lo que todos los buenos cristianos han creído desde el principio, en todas partes y siempre. Los Padres de la Iglesia, que destacan por su antigüedad, santidad de vida y elevada doctrina, son los principales testigos de la Tradición apostólica.

Rafael María de Balbín (rbalbin19@gmail.com)

REVELACIÓN POR ETAPAS

Cuando hay que manifestar una verdad difícil de entender y que compromete vitalmente a quien la conoce, parece prudente ir poco a poco, por etapas. Es lo que ha hecho Dios con la humanidad, desde los inicios de nuestra historia:

“Dios, creándolo todo y conservándolo por su Verbo, da a los hombres testimonio perenne de sí en las cosas creadas, y, queriendo abrir el camino de la salvación sobrenatural, se manifestó, además, personalmente a nuestros primeros padres ya desde el principio” (Conc. VATICANO II, Const. Dei Verbum, n. 3). Esta Revelación no se interrumpió por el pecado de Adán y Eva: Dios alimentó su esperanza con la promesa de la Redención y cuidó de los hombres procurando su salvación. La Alianza con Noé, después del diluvio, implica una alianza con todos los hombres, agrupados “según sus países, cada uno según su lengua, y según sus clanes” (Génesis 10, 5; cf. 10, 20-31). La humanidad no logra la concordia y unión por sí misma, sino que desemboca en la dispersión de Babel (cf. Catecismo de la Iglesia Católica, nn. 55-58).

         Más tarde Dios hizo alianza con Abraham, para reunir a la humanidad, haciéndole “el padre de una multitud de naciones” (Génesis 17, 5). El pueblo que proviene de Abraham será el beneficiario de las promesas de Dios, pueblo elegido y raíz en la que serán injertados los que provengan del paganismo. Cuando los descendientes de Abraham se multiplicaron en Egipto, Dios los liberó de la esclavitud por medio de Moisés, estableció con ellos su Alianza en el Sinaí y les dio la Ley, conduciéndoles por fin a la tierra prometida. La esperanza de la salvación se mantiene viva por los profetas, en expectativa de una Alianza definitiva y universal con todos los hombres. Los profetas llaman al pueblo a la conversión y lo exhortan a ser fiel a la Alianza con Yahvé (cf. Catecismo…, nn. 59-64).

         Así llegamos a la etapa última y mejor, en que la Revelación de Dios culmina. “De una manera fragmentaria y de muchos modos habló Dios en el pasado a nuestros padres por medio de los profetas; en estos últimos tiempos nos ha hablado por su Hijo” (Carta a los hebreos 1, 1-2). Esta nueva Revelación, que lleva consigo la nueva y eterna Alianza de Dios con los hombres tiene ya un carácter perfecto y definitivo. Bellamente lo expone San Juan de la Cruz: “Porque en darnos, como nos dio a su Hijo, que es una Palabra suya, que no tiene otra, todo nos lo habló junto y de una vez en esta sola Palabra…; porque lo que hablaba antes en partes a los profetas ya lo ha hablado todo en El, dándonos al Todo, que es su Hijo. Por lo cual, el que ahora quisiese preguntar a Dios, o querer alguna visión o revelación, no sólo haría una necedad, sino haría agravio a Dios, no poniendo los ojos totalmente en Cristo, sin querer cosa otra alguna o novedad” (Subida al Monte Carmelo 2, 22). En este sentido, tenemos ya todas las verdades necesarias para creer, obrar el bien y alcanzar la salvación. “La economía cristiana, por ser alianza nueva y definitiva, nunca pasará; ni hay que esperar otra revelación pública antes de la gloriosa manifestación de nuestro Señor Jesucristo” (Conc. VATICANO II, Const.Dei Verbum, n. 4). “Sin embargo, aunque la Revelación esté acabada, no está completamente explicitada; corresponderá a la fe cristiana comprender gradualmente todo su contenido en el transcurso de los siglos” (Catecismo…, n. 66). Las llamadas revelaciones privadas no son para mejorarcompletar la Revelación pública, sino para ayudar a que ésta se viva en tal o cual circunstancia histórica. La Iglesia ha desconfiado siempre de los iluminados, que pretenden enmendar la plana a lo que Dios mismo nos ha dicho (cf. Catecismo…, n. 67).

Rafael María de Balbín (rbalbin19@gmail.com)

CON UN LENGUAJE IMPERFECTO

“Me faltan las palabras…”. Es frecuente que nuestro pensamiento vaya más allá y más deprisa que nuestro hablar. Al fin y al cabo las palabras no son más que signos convencionales y toscos de nuestras ideas, que son mucho más ricas.

Y cuanto más elevado sea el pensamiento, más difícil nos resulta expresarlo adecuadamente. Sin embargo sentimos la acuciante necesidad de expresar y comunicar nuestras ideas a los demás. Con perseverancia de muchos siglos “la Iglesia expresa su confianza en la posibilidad de hablar de Dios a todos los hombres y con todos los hombres. Esta convicción está en la base de su diálogo con las otras religiones, con la filosofía y con las ciencias, y también con los no creyentes y los ateos” (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 39). Y ello a pesar de los prejuicios y de los malentendidos, de la imperfección de nuestro conocimiento de Dios y de la pobreza de nuestro lenguaje. “No podemos nombrar a Dios sino a partir de las criaturas, y según nuestro modo humano de conocer y de pensar” (Ibidem, n. 40).

El arte viene en ayuda de nuestro imperfecto lenguaje

         Pero nuestro conocimiento acerca de Dios tiene un sólido fundamento. Un conocimiento imperfecto no es un conocimiento falso ni engañoso, con tal de que conozcamos cuáles son  sus limitaciones y no queramos extrapolar los datos seguros con que contamos. El fundamento de nuestro conocer y hablar de Dios es que “todas las criaturas poseen una cierta semejanza con Dios, muy especialmente el hombre creado a imagen y semejanza de Dios” (Ibidem, n. 41). Al igual que un buen conocedor, contemplando y examinando una obra de arte, es capaz, por la técnica y por el estilo, de determinar quién es el artista; así también hay un rastro, unos indicios que permiten conocer al Hacedor de nuestro mundo y de nosotros mismos. Nuestras producciones humanas técnicas, artísticas y organizativas son también reflejo de la suma inteligencia y poder de quien nos hizo. Para cualquier hombre que busque sinceramente la verdad hay en su razón natural una real capacidad de conocer a Dios, “pues de la grandeza y hermosura de las criaturas se llega, por analogía, a contemplar a su Autor” (Libro de la Sabiduría 13, 5).

         Debemos, sin embargo, reconocer nuestra limitación. A Dios no le vemos: no es objeto de nuestra experiencia común ni científica. Tenemos que guiarnos por indicios nada más. Y no pretender, por impaciencia o por racionalismo, que poseemos de Él un conocimiento acabado o satisfactorio. “Dios trasciende toda criatura. Es preciso, pues, purificar sin cesar nuestro lenguaje de todo lo que tiene de limitado, de expresión por medio de imágenes, de imperfecto, para no confundir al Dios <<inefable, incomprehensible, invisible, inalcanzable>> (…) con nuestras representaciones humanas. Nuestras palabras humanas quedan siempre más acá del Misterio de Dios” (Catecismo…, n. 42).

         Tenemos pues la satisfacción de la certeza y la insatisfacción de la limitación. “Al hablar así de Dios, nuestro lenguaje se expresa ciertamente de modo humano, pero capta realmente a Dios mismo, sin poder, no obstante, expresarle en su infinita simplicidad” (Ibidem, n. 43). El Concilio ecuménico IV de Letrán se expresa a este respecto con modesta sobriedad, señalando que “entre el Creador y la criatura no se puede señalar una semejanza tal que la diferencia entre ellos no sea todavía mayor”. Y un egregio filósofo y teólogo como Santo Tomás de Aquino tiene que reconocer que “nosotros no podemos captar de Dios lo que El es, sino solamente lo que no es y cómo los otros seres se sitúan con respecto a El” (Suma contra los gentiles I, 30).

Rafael María de Balbín (rbalbin19@gmail.com)

EL NIÑO CRECÍA…

Al octavo día de su nacimiento Jesús fue circuncidado, siguiendo la prescripción de la Ley, señal de la Alianza entre Dios y el pueblo de Israel. 

No quiso eximirse de este cumplimiento, que pertenecía a un orden ya caduco. Al cabo de un tiempo es su Epifanía, manifestación a los paganos, cuando es adorado por un magos venidos de Oriente (Mateo 2, 1). Es como un  anticipo de la futura propagación universal del Evangelio, entre gentes de todas las razas, culturas, naciones y tiempos. Las promesas y la Alianza de Dios con los israelitas van a hacerse extensivas a toda la humanidad.

         A los cuarenta días de la Navidad Jesús es presentado en el Templo, tal como también la Antigua Ley establecía que se hiciera con el hijo primer nacido. Allí el anciano Simeón lo reconoce como el Mesías anunciado por los profetas, que será luz de las naciones y gloria de Israel, a la vez que signo de contradicción. “La espada de dolor predicha a María anuncia otra oblación, perfecta y única, la de la Cruz que dará la salvación que Dios ha preparado ante todos los pueblos” (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 529).

         Cuando el rey Herodes ordena matar a todos los niños inocentes de Belén y sus alrededores, Jesús tiene que huir a Egipto, llevado por José y por María. Es la persecución y el sufrimiento que le acompañarán a lo largo de toda su vida, encaminada totalmente a nuestra salvación. Cuando regresa de Egipto, como antaño Moisés, lo hace para liberar también a su pueblo: pero éste son ya todos los hombres, y la liberación no es simplemente de la esclavitud del faraón, sino del pecado y de la muerte eterna.

         En Nazaret vivió los largos años de lo que se ha llamado la vida oculta, pero no porque Jesús ocultara nada, sino por la perfecta naturalidad que la caracteriza, y hace que su misión pasa desapercibida, por el momento, a sus coterráneos. ¡Qué gran importancia tiene la vida ordinaria y cotidiana de tantos y tantos millones de personas, desde que el Hijo de Dios hecho hombre, quiso asumirla como parte de su misión redentora! “Jesús compartió, durante la mayor parte de su vida, la condición de la inmensa mayoría de los hombres: una vida cotidiana sin aparente importancia, vida de trabajo manual, vida religiosa judía sometida a la ley de Dios (cf Gálatas 4, 4), vida en la comunidad. De todo este período se nos dice que Jesús estaba «sometido» a sus padres y que «crecía en sabiduría, en edad y en gracia ante Dios y ante los hombres» (Lucas 2, 51-52)” (Catecismo…, n. 531). Se entiende que este crecimiento, este perfeccionamiento paulatino se refiere a su humanidad, puesto que en cuanto Dios Cristo es perfecto y no hay crecimiento posible.

         Jesús vino a la tierra a cumplir en todo la voluntad de su Padre celestial y a redimirnos del pecado a través del amor y de la obediencia. “Con la sumisión a su madre, y a su padre legal, Jesús cumple con perfección el cuarto mandamiento. Es la imagen temporal de su obediencia filial a su Padre celestial. La sumisión cotidiana de Jesús a José y a María anunciaba y anticipaba la sumisión del Jueves Santo: «No se haga mi voluntad…» (Lucas 22, 42). La obediencia de Cristo en lo cotidiano de la vida inauguraba ya la obra de restauración de lo que la desobediencia de Adán había destruido (cf Romanos 5, 19)” (Catecismo…, n. 532).

         La consideración de la vida oculta de Jesús permite a todos los cristianos apreciar el valor que tiene, a los ojos de Dios, la sucesión de acontecimientos ordinarios que forman la trama de la vida del hombre común. Tal como lo expresaba el Papa S. Pablo VI en Nazaret (Discurso, 5 enero 1964): “Nazaret es la escuela donde se comienza a entender la vida de Jesús: la escuela del Evangelio… Una lección de silencio ante todo. Que nazca en nosotros la estima del silencio, esta condición del espíritu admirable e inestimable… Una lección de vida familiar. Que Nazaret nos enseñe lo que es la familia, su comunión de amor, su austera y sencilla belleza, su carácter sagrado e inviolable… Una lección de trabajo. Nazaret, oh casa del «Hijo del Carpintero», aquí es donde querríamos comprender y celebrar la ley severa y redentora del trabajo humano…; cómo querríamos, en fin, saludar aquí a todos los trabajadores del mundo entero y enseñarles su gran modelo, su hermano divino”.

         El trabajo diario, desde el momento en que fue asumido por Cristo, adquiere una relevancia muy especial en la vida de todo hombre o mujer que busquen hacer de su vida algo que valga la pena a los ojos de Dios. “Todo trabajo humano honesto, intelectual o manual, debe ser realizado por el cristiano con la mayor perfección posible: con perfección humana (competencia profesional) y con perfección cristiana (por amor a la Voluntad de Dios y en servicio de los hombres). Porque hecho así, ese trabajo humano, por humilde e insignificante que parezca la tarea, contribuye a ordenar cristianamente las realidades temporales –a manifestar su dimensión divina- y es asumido e integrado en la obra prodigiosa de la Creación y de la Redención del mundo: se eleva así el trabajo al orden de la gracia, se santifica, se convierte en obra de Dios, operatio Deiopus Dei” (San JOSEMARÍA ESCRIVÁ. Conversaciones, n. 10).

         El último episodio de aquellos años de vida ordinaria es el que narra San Lucas (2, 41-52) del hallazgo de Jesús en el Templo de Jerusalén por María y José. Allí Jesús les manifiesta con toda claridad su total dedicación a la misión salvadora encomendada por su Padre, más allá de todos los lazos de afecto familiar y de obediencia humana: «¿No sabíais que me debo a los asuntos de mi Padre?”. Y aunque ellos en un primer momento no comprendieron, lo aceptaron con aquella fe con la que María «conservaba cuidadosamente todas las cosas en su corazón».

Rafael María de Balbín

(rbalbin19@gmail.com)

NACIÓ EL REDENTOR

“Para dar al mundo la paz; paz y ventura, ventura y paz”. Con letras sencillas y melodías alegres, el pueblo cristiano expresa su júbilo por la venida de Jesucristo a la tierra, como Redentor del hombre

         “Para dar al mundo la paz; paz y ventura, ventura y paz”. Con letras sencillas y melodías alegres, el pueblo cristiano expresa su júbilo por la venida de Jesucristo a la tierra, como Redentor del hombre. Pese a todas nuestras deficiencias, pecados y errores hay en nuestros corazones nostalgias de infinito. Y quizás alguna vez nos hemos dirigido al Redentor, rechazando falsas soluciones, con las palabras de Simón Pedro: “Señor, ¿a quién iríamos? Tú tienes palabras de vida eterna” (Juan 6, 68).

Lienzo atribuido a Alonso Cano

         En el primer capítulo del Génesis, al término de cada etapa de la creación, expresa el escritor sagrado: “Y vio Dios que era bueno”. Vivimos en un mundo que Dios hizo bueno, pero que por el pecado vino a menos. Tenemos tantas veces anhelos buenos y realidades malas: necesitamos ser liberados, salvados, redimidos; “la creación entera hasta ahora gime y siente dolores de parto; (…) está esperando la manifestación de los hijos de Dios” (Romanos 8, 19.22). Merced a la Encarnación del Hijo de Dios podemos conocer y lograr nuestras mejores posibilidades, y sin Él pasarían ocultas e inaccesibles. 

“En realidad el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado. Porque Adán, el primer hombre, era figura del que había de venir (Ibidem 5, 14), es decir, Cristo nuestro Señor. Cristo, el nuevo Adán, en la misma revelación del Padre y de su amor, manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la sublimidad de su vocación” (Conc. VATICANO II.  Const. Gaudium et spes, n. 22).

 En vísperas del comienzo del tercer milenio de la nueva era, la era cristiana, el Papa S. Juan Pablo II nos invitaba a dirigir nuestras miradas a Jesucristo, “Verbo del Padre, hecho hombre por obra del Espíritu Santo. Es necesario destacar el carácter claramente cristológico del Jubileo, que celebrará la Encarnación y la venida al mundo del Hijo de Dios, misterio de salvación para todo el género humano” (Carta Apost. Tertio Millennio adveniente, n. 40).

         Dirigir nuestras miradas a Jesucristo es acercarnos al misterio insondable de la vida y los designios divinos. “Él, que es imagen de Dios invisible (Colosenses 1, 15), es también el hombre perfecto, que ha devuelto a la descendencia de Adán la semejanza divina, deformada por el primer pecado. En Él la naturaleza humana asumida, no absorbida, ha sido elevada también en nosotros a dignidad sin igual. El Hijo de Dios, con su encarnación, se ha unido en cierto modo con todo hombre. Trabajó con manos de hombre, pensó con inteligencia de hombre, amó con corazón de hombre. Nacido de la Virgen María, se hizo verdaderamente uno de los nuestros, semejante en todo a nosotros, excepto en el pecado” (Conc. VATICANO II. Const. Gaudium et spes, n. 22).

         Tenemos, pues, sobrados motivos, para alegrarnos por el nacimiento del Redentor del hombre. Nos alegramos cada año en la Navidad, y  celebramos con júbilo un nuevo aniversario de ese acontecimiento. “Pastor o mago, nadie puede alcanzar a Dios aquí abajo sino arrodillándose ante el pesebre de Belén y adorando a Dios escondido en la debilidad de un niño” (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 563). Quiera Dios que nuestro acercamiento personal a la figura de Jesucristo nos permita conocerle mejor, tratarle con mayor amistad, quererle y seguirle con mayor eficacia.

Rafael María de Balbín

(rbalbin19@gmail.com)

DIGNIDAD DEL TRABAJO

“El trabajo humano tiene una doble dimensión: objetiva y subjetiva. En sentido objetivo, es el conjunto de actividades, recursos, instrumentos y técnicas de las que el hombre se sirve para producir, para dominar la tierra, según las palabras del libro del Génesis. El trabajo en sentido subjetivo es el actuar del hombre en cuanto ser dinámico, capaz de realizar diversas acciones que pertenecen al proceso del trabajo y que corresponden a su vocación personal” (PONTIFICIO CONSEJO JUSTICIA Y PAZ.Compendio de la doctrina social de la iglesia,  n. 270).

Una sociedad con rostro humano debe tener muy en cuenta esta distinción: «El hombre debe someter la tierra, debe dominarla, porque, como “imagen de Dios”, es una persona, es decir, un ser subjetivo capaz de obrar de manera programada y racional, capaz de decidir acerca de sí y que tiende a realizarse a sí mismo. Como persona, el hombre es, pues, sujeto del trabajo”  (S. JUAN PABLO II, Carta enc. Laborem exercens, 6).

El trabajo en sentido objetivo tiene un valor circunstancial. En cambio el trabajo en sentido subjetivo tiene un carácter esencial y permanente: “El trabajo en sentido objetivo constituye el aspecto contingente de la actividad humana, que varía incesantemente en sus modalidades con la mutación de las condiciones técnicas, culturales, sociales y políticas. El trabajo en sentido subjetivose configura, en cambio, como su dimensión estable, porque no depende de lo que el hombre realiza concretamente, ni del tipo de actividad que ejercita, sino sólo y exclusivamente de su dignidad de ser personal. Esta distinción es decisiva, tanto para comprender cuál es el fundamento último del valor y de la dignidad del trabajo, cuanto para implementar una organización de los sistemas económicos y sociales, respetuosa de los derechos del hombre” (PONTIFICIO CONSEJO JUSTICIA Y PAZ. Compendio de la doctrina social de la iglesia,  n. 270).

El trabajo humano no es nunca una simple mercancía, ni el trabajador un recurso humanomás, dentro del proceso productivo. El trabajo es siempre un acto de la persona: “Cualquier forma de materialismo y de economicismo que intentase reducir el trabajador a un mero instrumento de producción, a simple fuerza–trabajo, a valor exclusivamente material, acabaría por desnaturalizar irremediablemente la esencia del trabajo, privándolo de su finalidad más noble y profundamente humana. La persona es la medida de la dignidad del trabajo” (idem, n. 271). 

            Hace falta un reajuste de la mentalidad, para valorar siempre que es el hombre mismo el  que realiza el trabajo, aquello que determina su calidad y su más alto valor. Para que no ocurra el hecho de que “la actividad laboral y las mismas técnicas utilizadas se consideran más importantes que el hombre mismo y, de aliadas, se convierten en enemigas de su dignidad” (idem).            El trabajo humano procede de la persona y está también orientado hacia el bien de la persona: el trabajo es para el hombre y no el hombre para el trabajo. Así «la finalidad del trabajo, de cualquier trabajo realizado por el hombre —aunque fuera el trabajo “más corriente”, más monótono en la escala del modo común de valorar, e incluso el que más margina—, sigue siendo siempre el hombre mismo» (S. JUAN PABLO II, Carta enc. Laborem exercens, 6; cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 2428).

Rafael María de Balbín (rbalbin19@gmail.com)

                                                                                                     

ECONOMÍA Y CALIDAD DE VIDA

“Ninguna actividad económica puede sostenerse por mucho tiempo si no se realiza en un clima de saludable libertad de iniciativa” (CONGREGACIÓN PARA LA DOCTRINA DE LA FE- DICASTERIO PARA EL SERVICIO DEL DESARROLLO HUMANO INTEGRAL. Consideraciones para un discernimiento ético sobre algunos aspectos del actual sistema económico y financiero. Roma, 6 de enero de 2018, n.12). 

Esa libertad de iniciativa debe ser valorada y defendida, pues la libertad del mercado es a menudo amenazada por las oligarquías monopolísticas. Esta amenaza lo es para las personas concretas y para la eficiencia misma del sistema económico. El creciente y penetrante poder de agentes importantes y grandes redes económicas y financieras, viene acompañado por la supranacionalidad de tales agentes y  la volatilidad del capital manejado por estos. Esto hace que su actividad pueda escapar fácilmente a la solicitud de las instancias políticas en orden al bien  común.

En principio, todos los instrumentos utilizados por los mercados para aumentar su capacidad de operación, si no están dirigidos contra la dignidad de la persona y tienen en cuenta el bien común, son moralmente admisibles  (Cf. CONCILIO ECUMÉNICO VATICANO II, Const. past. Gaudium et spes, n. 64). Sin embargo los mercados son incapaces de regularse por sí mismos  (Cf. PÍO XI, Carta enc. Quadragesimo anno, n. 89; BENEDICTO XVI, Caritas in veritate, n. 35; FRANCISCO, Exhort. ap. Evangelii gaudium, n. 204): “no son capaces de generar los fundamentos que les permitan funcionar regularmente (cohesión social, honestidad, confianza, seguridad, leyes…), ni de corregir los efectos externos negativos (diseconomy) para la sociedad humana (desigualdades, asimetrías, degradación ambiental, inseguridad social, fraude…”) (Consideraciones para un discernimiento ético..n.13)

En la actualidad la actividad financiera ha adquirido prepotencia sobre la economía real y presencia en todas sus manifestaciones. Ello facilita los egoísmos y los abusos, a pesar de las buenas intenciones individuales. Hay casos en los que las posibilidades de abusos y fraudes son grandes, especialmente para el que se halle en desventaja. “Por ejemplo, comercializar algunos productos financieros, en sí mismos lícitos, en situación de asimetría, aprovechando las lagunas informativas o la debilidad contractual de una de las partes, constituye de suyo una violación de la debida honestidad relacional y es una grave infracción desde el punto ético” (Consideraciones para un discernimiento ético..n.14). Ello sucede “ya sea por la evidente relación jerárquica que se instaura en algunos tipos de contratos (como entre prestamista y el prestatario), ya sea por la compleja estructuración de muchas ofertas financieras” (idem). 

También el dinero es en sí mismo un instrumento bueno, como muchas cosas de las que el hombre dispone: es un medio a disposición de su libertad, y sirve para ampliar sus posibilidades. Con tal de que  se considere siempre como un instrumento, como un medio y no como un fin. El dinero debe estar sometido a prioridades más altas. Este medio, sin embargo, se puede volver fácilmente contra el hombre. 

“Así también la multiplicidad de instrumentos financieros (financialization) a disposición del mundo empresarial, que permite a las empresas acceder al dinero mediante el ingreso en el mundo de la libre contratación en bolsa, es en sí mismo un hecho positivo. Este fenómeno, sin embargo, implica hoy el riesgo de provocar una mala financiación de la economía, haciendo que la riqueza virtual, concentrándose principalmente en transacciones marcadas por un mero intento especulativo y en negociaciones “de alta frecuencia” (high-frequency trading), atraiga a sí excesivas cantidades de capitales, sustrayéndolas al mismo tiempo a los circuitos virtuosos de la economía real” (Consideraciones para un discernimiento ético..n.15). 

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Cuando el capital cobra más importancia que el trabajo se olvida el  bien del hombre, dentro de una visión economicista. “Precisamente en esa inversión de orden entre medios y fines, en virtud del cual el trabajo, de bien, se convierte en “instrumento” y el dinero, de medio, se convierte en “fin”, encuentra terreno fértil esa “cultura del descarte”, temeraria y amoral, que ha marginado a grandes masas de población, privándoles de trabajo decente y convirtiéndoles en sujetos “sin horizontes, sin salida” (idem). : «Ya no se trata simplemente del fenómeno de la explotación y de la opresión, sino de algo nuevo: con la exclusión queda afectada en su misma raíz la pertenencia a la sociedad en la que se vive, pues ya no se está en ella abajo, en la periferia, o sin poder, sino que se está fuera. Los excluidos no son «explotados» sino desechos, “sobrantes”»  (FRANCISCO, Exhort. ap. Evangelii gaudium, n. 53).

El crédito tiene una función económica y social insustituible. Pero cuando las tasas de interés son excesivamente altas se cae en la usura. “Desde siempre, semejantes prácticas, así como los comportamientos efectivamente usurarios, han sido percibidos por la conciencia humana como inicuos y por el sistema económico como contrarios a su correcto funcionamiento”(Consideraciones para un discernimiento ético..n.16). 

La actividad financiera no debe ser una aventura especulativa sino un servicio a la economía real. “En este sentido, por ejemplo, son muy positivas y deben ser alentadas realidades como el crédito cooperativo, el microcrédito, así como el crédito público al servicio de las familias, las empresas, las comunidades locales y el crédito para la ayuda a los países en desarrollo” (idem).

Estas consideraciones no son puramente hipotéticas, sino que reflejan lo que ha ocurrido en fecha reciente y continúa ocurriendo. “cuando unos pocos –por ejemplo importantes fondos de inversión– intentan obtener beneficios, mediante una especulación encaminada a provocar disminuciones artificiales de los precios de los títulos de la deuda pública, sin preocuparse de afectar negativamente o agravar la situación económica de países enteros, poniendo en peligro no sólo los proyectos públicos de saneamiento económico sino la misma estabilidad económica de millones de familias, obligando al mismo tiempo a las autoridades gubernamentales a intervenir con grandes cantidades de dinero público, y llegando incluso a determinar artificialmente el funcionamiento adecuado de los sistemas políticos” (idem).

El afán de lucro desvirtúa la convivencia humana. “ En este contexto, palabras como “eficiencia”, “competencia”, “liderazgo”, “mérito” tienden a ocupar todo el espacio de nuestra cultura civil, asumiendo un significado que acaba empobreciendo la calidad de los intercambios, reducidos a meros coeficientes numéricos” (idem, n. 17).

“Esto requiere ante todo que se emprenda una reconquista de lo humano, para reabrir los horizontes a la sobreabundancia de valores, que es la única que permite al hombre encontrarse a sí mismo y construir sociedades que sean acogedoras e inclusivas, donde haya espacio para los más débiles y donde la riqueza se utilice en beneficio de todos. En resumen, lugares donde al hombre le resulte bello vivir y fácil esperar” (idem).

Rafael María de Balbín rbalbin19@gmail.com

ETICA Y ECONOMÍA

Un reciente documento de la Santa Sede (CONGREGACIÓN PARA LA DOCTRINA DE LA FE- DICASTERIO PARA EL SERVICIO DEL DESARROLLO HUMANO INTEGRAL. Consideraciones para un discernimiento ético sobre algunos aspectos del actual sistema económico y financiero. Roma, 6 de enero de 2018) se ocupa de importantes aspectos éticos de la actual actividad y estructura económicas.

“Las cuestiones económicas y financieras, nunca como hoy, atraen nuestra atención, debido a la creciente influencia de los mercados sobre el bienestar material de la mayor parte de la humanidad. Esto exige, por un lado, una regulación adecuada de sus dinámicas y, por otro, un fundamento ético claro, que garantice al bienestar alcanzado esa calidad humana de relaciones que los mecanismos económicos, por sí solos, no pueden producir” (idem, n. 1).

El compromiso con el bien común se manifiesta no sólo en las relaciones interindividuales, sino en las macro-relaciones sociales, políticas y económicas. Por eso, la Iglesia propuso al mundo el ideal de una “civilización del amor”. 

El bien común de las  sociedades humanas se basa en la certeza de que en todas las culturas hay muchas convergencias éticas, expresión de una sabiduría moral común, fundada sobre la dignidad de la persona. “Esto vale todavía más ante la constatación de que los hombres, aún aspirando con todo su corazón al bien y a la verdad, a menudo sucumben a los intereses individuales, a abusos y a prácticas inicuas, de las que se derivan serios sufrimientos para toda la humanidad y especialmente para los más débiles y desamparados” (idem, n. 3)

En efecto, ningún espacio en el que el hombre actúa puede legítimamente pretender estar exento de una ética basada en la libertad, la verdad, la justicia y la solidaridad (idem, n. 4). «Hoy, pensando en el bien común, necesitamos imperiosamente que la política y la economía, en diálogo, se coloquen decididamente al servicio de la vida, especialmente de la vida humana» (FRANCISCO, Carta enc. Laudato si’, n. 189).

Hay una gran tarea que realizar a nivel mundial. “Si bien es cierto que el bienestar económico global ha aumentado en la segunda mitad del siglo XX, en medida y rapidez nunca antes experimentadas, hay que señalar que al mismo tiempo han aumentado las desigualdades entre los distintos países y dentro de ellos. El número de personas que viven en pobreza extrema sigue siendo enorme” (Consideraciones para un discernimiento ético…, n . 5).

La reciente crisis financiera era una oportunidad para desarrollar una nueva economía más atenta a los principios éticos y a la nueva regulación de la actividad financiera, neutralizando los aspectos depredadores y especulativos y dando valor al servicio a la economía real. Esta oportunidad no ha sido aprovechada.

Está en juego el verdadero bienestar de la mayoría de los hombres y mujeres de nuestro planeta, que corren el riesgo de verse confinados cada vez más a los márgenes, cuando no de ser «excluidos y descartados» (Exhort. ap. Evangelii gaudium ( 24 de noviembre de 2013), n. 53)  del progreso y el bienestar real, mientras algunas minorías explotan y reservan en su propio beneficio vastos recursos y riquezas, permaneciendo indiferentes a la condición de la mayoría.

Hace falta ampliar los horizontes de la mente y el corazón, para reconocer lealmente lo que nace de las exigencias de la verdad y del bien, y sin lo cual todo sistema social, político y económico está destinado, en definitiva, a la ruina y a la implosión. Es cada vez más claro que el egoísmo a largo plazo no da frutos y hace pagar a todos un precio demasiado alto; por lo tanto, si queremos el bien real del hombre verdadero para los hombres, «¡el dinero debe servir y no gobernar!» (Ibidem., n. 58).

Rafael María de Balbín

(rbalbin19@gmail.com)

ECONOMIA RELACIONAL

“Toda realidad y actividad humana, si se vive en el horizonte de una ética adecuada, es decir, respetando la dignidad humana y orientándose al bien común, es positiva. Esto se aplica a todas las instituciones que genera la dimensión social humana y también a los mercados, a todos los niveles, incluyendo los financieros” (CONGREGACIÓN PARA LA DOCTRINA DE LA FE- DICASTERIO PARA EL SERVICIO DEL DESARROLLO HUMANO INTEGRAL. Consideraciones para un discernimiento ético sobre algunos aspectos del actual sistema económico y financiero. Roma, 6 de enero de 2018, n.8)

La actividad que da vida a los mercados, más que basarse en dinámicas anónimas, elaboradas por tecnologías cada vez más sofisticadas, se sustenta en relaciones, que no podrían establecerse sin la participación de la libertad de los individuos. La economía, como cualquier otra esfera humana, «tiene necesidad de la ética para su correcto funcionamiento; no de una ética cualquiera, sino de una ética amiga de la persona»  (BENEDICTO XVI, Carta enc. Caritas in veritate (29 de junio de 2009), n. 45).

No hay que entender la actividad humana como si fuera robinsoniana, de un individuo confinado en su isla solitaria. “En este sentido, nuestra época se ha revelado de cortas miras acerca del hombre entendido individualmente, prevalentemente consumidor, cuyo beneficio consistiría más que nada en optimizar sus ganancias pecuniarias. Es peculiar de la persona humana, de hecho, poseer una índole relacional y una racionalidad a la búsqueda perenne de una ganancia y un bienestar que sean completos, irreducibles a una lógica de consumo o a los aspectos económicos de la vida”  (Ibídem., n. 74).

La economía es relacional, porque la persona humana es relacional. Esta índole relacional fundamental del hombre (Cf. FRANCISCO, Discurso al Parlamento Europeo (25 de noviembre de 2014), Estrasburgo: AAS 106 (2014) 997-998)  está esencialmente marcada por una racionalidad, que resiste cualquier reducción que cosifique sus exigencias de fondo. Cualquier intercambio de “bienes” entre personas no debe reducirse a mero intercambio de “cosas”. “En realidad, es evidente que en la transmisión de bienes entre sujetos está en juego algo más que los meros bienes materiales, dado que estos a menudo vehiculan bienes inmateriales, cuya presencia o ausencia concreta determina, en modo decisivo, también la calidad de las mismas relaciones económicas (como confianza, imparcialidad, cooperación…)”  (Consideraciones para un discernimiento ético…, n.9).

            Es fácil ver las ventajas de una visión del hombre entendido como sujeto constitutivamente incorporado en una trama de relaciones, que son en sí mismas un recurso positivo (Cf. BENEDICTO XVI, Carta enc. Caritas in veritate, n. 55).  Toda persona nace y se desarrolla en un contexto familiar y a lo largo de su vida sigue imbricadas en un conjunto de relaciones, muchas de ella  resultado de su libertad compartida con otras personas. El hombre es un ser relacionado. Toda persona nace dentro de un contexto familiar, es decir, dentro de relaciones que lo preceden, sin las cuales sería imposible su mismo existir. Más tarde desarrolla las etapas de su existencia, gracias siempre a ligámenes, que actúan el colocarse de la persona en el mundo como libertad continuamente compartida. 

 “Este carácter original de comunión, al mismo tiempo que evidencia en cada persona humana un rastro de afinidad con el Dios que lo ha creado y lo llama a una relación de comunión con él, es también aquello que lo orienta naturalmente a la vida comunitaria, lugar fundamental de su completa realización. Sólo el reconocimiento de este carácter, como elemento originariamente constitutivo de nuestra identidad humana, permite mirar a los demás no principalmente como competidores potenciales, sino como posibles aliados en la construcción de un bien, que no es auténtico si no se refiere, al mismo tiempo, a todos y cada uno. (Consideraciones para un discernimiento ético…, n.10).

Así, todo progreso del sistema económico no puede considerarse tal si se mide solo con parámetros de cantidad y eficacia en la obtención de beneficios, sino que tiene que ser evaluado también en base a la calidad de vida que produce y a la extensión social del bienestar que difunde, un bienestar que no puede limitarse a sus aspectos materiales. Bienestar y desarrollo se exigen y se apoyan mutuamente (Cf. CATECISMO DE LA IGLESIA CATÓLICA, n. 1908), requiriendo políticas y perspectivas sostenibles más allá del corto plazo (Cf. FRANCISCO, Carta enc. Laudato si’, n. 13; Exhort. apost. Amoris laetitia (19 de marzo de 2016), n. 44).

Tenemos por delante un gran reto cultural y educativo. “En este sentido, es deseable que, sobre todo las universidades y las escuelas de economía, en sus programas de estudios, de manera no marginal o accesoria, sino fundamental, proporcionen cursos de capacitación que eduquen a entender la economía y las finanzas a la luz de una visión completa del hombre, no limitada a algunas de sus dimensiones, y de una ética que la exprese. Una gran ayuda, en este sentido, la ofrece la Doctrina social de la Iglesia”. (Consideraciones para un discernimiento ético…, n.10).

“Por lo tanto, el bienestar debe evaluarse con criterios mucho más amplios que el producto interno bruto (PIB) de un país, teniendo más bien en cuenta otros parámetros, como la seguridad, la salud, el crecimiento del “capital humano”, la calidad de la vida social y del trabajo. Debe buscarse siempre el beneficio, pero nunca a toda costa, ni como referencia única de la acción económica). (Ibidem, n. 11).

Necesitamos una cultura donde ganancia y solidaridad no sean antagónicas. De hecho, allí donde prevalece el egoísmo y los intereses particulares es difícil para el hombre captar esa circularidad fecunda entre ganancia y don, que el pecado tiende a ofuscar y destruir. Por el contrario, en una perspectiva plenamente humana, se establece un círculo virtuoso entre ganancia y solidaridad, el cual, gracias al obrar libre del hombre, puede expandir todas las potencialidades positivas de los mercados (cf. Ibidem).

“Un recordatorio siempre actual para reconocer la conveniencia humana de la gratuidad proviene de aquella regla formulada por Jesús en el Evangelio llamada regla de oro, que nos invita a hacer a los demás lo que nos gustaría que nos hicieran a nosotros (cf. Mt 7,12; Lc 6,31)” (Ibidem).

Rafael María de Balbín

(rbalbin19@gmail.com)

LA ECONOMÍA Y EL ORDEN MORAL NO SE CONTRAPONEN

 

La doctrina social de la Iglesia habla insistentemente de la dimensión moral de la economía. Así Pío XI en la encíclica Quadragesimo: «Aun cuando la economía y la disciplina moral, cada cual en su ámbito, tienen principios propios, a pesar de ello es erróneo que el orden económico y el moral estén tan distanciados y ajenos entre sí, que bajo ningún aspecto dependa aquél de éste. Las leyes llamadas económicas, fundadas sobre la naturaleza de las cosas y en la índole del cuerpo y del alma humanos, establecen, desde luego, con toda certeza qué fines no y cuáles sí, y con qué medios, puede alcanzar la actividad humana dentro del orden económico; pero la razón también, apoyándose igualmente en la naturaleza de las cosas y del hombre, individual y socialmente considerado, demuestra claramente que a ese orden económico en su totalidad le ha sido prescrito un fin por Dios Creador. Una y la misma es, efectivamente, la ley moral que nos manda buscar, así como directamente en la totalidad de nuestras acciones nuestro fin supremo y último, así también en cada uno de los órdenes particulares esos fines que entendemos que la naturaleza o, mejor dicho, el autor de la naturaleza, Dios, ha fijado a cada orden de cosas factibles, y someterlos subordinadamente a aquél» (nn. 190-191).

La necesaria distinción entre moral y economía no comporta una separación entre los dos ámbitos, sino al contrario, una reciprocidad: «También en la vida económico–social deben respetarse y promoverse la dignidad de la persona humana, su entera vocación y el bien de toda la sociedad. Porque el hombre es el autor, el centro y el fin de toda la vida económico–social» (CONCILIO VATICANO II, Const. past. Gaudium et spes, n. 63).

El fin de la economía no está en la economía misma, sino en su destinación humana y social (Cf. CATECISMO DE LA IGLESIA CATÓLICA, n. 2426). A la economía, en efecto, no corresponde la totalidad de la perfección del hombre y de la sociedad, sino una tarea parcial: la producción, la distribución y el consumo de bienes materiales y de servicios. Extralimitarse sería caer en el economicismo.

No sería aceptable un crecimiento económico obtenido con detrimento de los seres humanos, de grupos sociales y pueblos enteros, condenados a la indigencia y a la exclusión. La expansión de la riqueza requiere la solidaridad (Cf. S. JUAN PABLO II, Carta enc. Sollicitudo rei socialis, n. 40), y la eliminación de las «estructuras de pecado» fruto del egoísmo humano (idem, n.36).

El empeño para realizar realizar proyectos económico–sociales capaces de favorecer una sociedad más justa y un mundo más humano representa un desafío difícil, pero también un deber estimulante, para todos los agentes económicos y para quienes se dedican a las ciencias económicas (Cf. S. JUAN PABLO II, Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz 2000, nn. 15-16).

Objeto de la economía es la formación de la riqueza y su incremento progresivo, en términos no sólo cuantitativos, sino cualitativos. El desarrollo no debe reducirse a un simple proceso de acumulación de bienes y servicios. Al contrario, la pura acumulación, aun cuando fuese en pro del bien común, no es una condición suficiente para la realización de la auténtica felicidad humana. En este sentido, el Magisterio social pone en guardia contra el engaño que esconde un tipo de desarrollo sólo cuantitativo, ya que la «excesiva disponibilidad de toda clase de bienes materiales para algunas categorías sociales, fácilmente hace a los hombres esclavos de la “posesión” y del goce inmediato… Es la llamada civilización del “consumo” o consumismo…» (JUAN PABLO II, Carta enc. Sollicitudo rei socialis, n. 28).

En esta perspectiva está la valoración moral que hace la doctrina social: «Si por “capitalismo” se entiende un sistema económico que reconoce el papel fundamental y positivo de la empresa, del mercado, de la propiedad privada y de la consiguiente responsabilidad para con los medios productivos, de la libre creatividad humana en el sector de la economía, la respuesta es ciertamente positiva, aunque quizá sería más apropiado hablar de “economía de empresa”, “economía de mercado” o simplemente de “economía libre”. Pero si por “capitalismo” se entiende un sistema en el cual la libertad, en el ámbito económico, no está encuadrada en un sólido contexto jurídico que la ponga al servicio de la libertad humana integral y la considere como una particular dimensión de la misma, cuyo centro es ético y religioso, entonces la respuesta es absolutamente negativa» ( JUAN PABLO II, Carta enc. Centesimus annus, n. 42).

Rafael María de Balbín

(rbalbin19@gmail.com)